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Mi corazón albirrojo

Rómulo Martínez Chenlo
Mi corazón albirrojo
Soy futbolista, me siento futbolista desde que mi conciencia me recuerda corriendo detrás de una pelota de plástico, cuando no había más gloria que mis padres, mi casa, y la seguridad del regazo piel con piel que me iba soltando al mundo.
Soy futbolista desde mi vereda chueca con una cancha sin líneas y arcos con baldosas flojas .Desde mi moña suelta en el recreo con la túnica como camiseta, y la frente perlada de sudor, yendo por aquella pelotita de papel entre rayuelas, elásticos y maestras de campana en mano, que apenas sabían de quien era el Pato o Garrincha, omnipresentes en la banda sonora de aquella media hora diaria.
Soy futbolista cada tensa, vergonzosa, y escondida practica de aspirantes.
Soy futbolista sintiendo el cachetazo de que no me llaman, palpitándome, reventándome el corazón, más que el primer beso cuando confirmo que si , que ese Martínez soy yo, que voy a estar.
Soy futbolista en ese destartalado vestuario de agua fría y ojotas prestadas, de shampoo garroneado, y de esa fragancia única que combina el agrio gusto de esos harapos diarios, de vendas sucias, del barro hijo de gastados tapones, de la leña de la caldera, y de los perfumes, geles y cremas que re-pillados asomaban mientras sonaba una cumbiamba.
Soy futbolista mientras me dan un bailongo terrible, reventándola contra el travesaño, trepándome a la montaña sublime del gol o conversándome al técnico: “si me pones, te juro que te gano el partido”
¡Soy futbolista, prendido alambrado revoleando la albirroja y gritando en disfonía crítica el enésimo Florida nomá! Soy futbolista ahora que hace años que no puedo empalmarla justa, ni tirarme a los pies para sacarla justita, ni despegarme del piso para sentir el sublime goce de meterle en un guampazo que abolle la globa y la ponga lejos , muy lejos de cualquier intento de frenarla. Soy futbolista, porque con conciencia de clase, sé que sin futbolistas no hay fútbol.
Cuando éramos niños, el abuelo de uno de nuestros amigos, contaba de una final, la final del mundo decía. Nosotros no éramos un auditorio privilegiado de aquel Homero de otros tiempos. Queríamos jugar a la pelota, no importaba el sol, la siesta, ni el calor, y entonces, escuchábamos increíblemente poco a aquel campeón del mundo.
Él nos sentaba, nos frenaba, y hablaba de otros tiempos, de otros jugadores, de otro fútbol. Nos entretenía, pero nosotros queríamos ir a jugar. De los cuentos del abuelo de nuestro amigo, yo me quedé para siempre con una imagen, la de su valija – no tenían bolso, ni mochila- cargando con sus botines, la gruesa camiseta frisada, el pantalón corto y las medias. Y sobretodo con la idea, y el sentimiento que transmitía “Cuando íbamos caminando rumbo a la cancha, sentía el peso de la valija, porque sentía que ahí iba el pueblo entero: mis padres, mis hermanas, mis vecinos, mis amigos.
Ahí iba la ilusión, y los sueños de todos ellos”. Muchas veces cuando la siesta de los sábados se hacía eterna, y la hora del partido se estiraba eternamente, pensaba el abuelo, en la camiseta, y en el peso del pueblo que lo acompañaba en la valija de entonces, en el bolso de ayer, en la mochila de hoy.
Si, ya sé, vivimos bajo el mismo cielo, estás a menos de una hora de la ciudad donde todo se decide, donde todo se hace, pero sin embargo es distinto, y en este caso es mágico. Es volver a la edad de la inocencia, volver a sentir el olor al cielo el olor al pasto, porque vos sabés que ahí hay un perfume iniciático que no se olvida.
Las motos y bicicletas apiladas contra el muro del estadio, sin cadenas haciendo eterno equilibrio con el pedal contra el cordón, la parrilla amplia con generosos chorizos de rueda, la risotada del gordo ya viejo y canoso que supo ser el crá del pueblo que dejó la raviolada nerviosa para llegar manso y carretilludo al estadio, la gente, todos absolutamente endomingados como si ya estuvieran quemando la pilcha de la noche de la nostalgia. Y ahí entre esos muchachos esos hombres, esos vecinos que se están aprontando como para jugar la final del Mundo aunque mañana no sean la tapa del diario, ni aparezcan en Pasión, sienten que están ante el momento deportivo de su vida. Y van por el, cada día, cada partido ,van por ella, y la adrenalina fluye y los muchachos, los hinchas –vecinos, los hinchas – primos ,los hinchas –novias , vocean de al lado a menos de un metro de que se forme esa ronda de juramentación entre gritos. Esos hombres niños, niños hombres, han vivido este sueño, con forma de camiseta. Hay mucha emoción, mucha magia, porque los cracks de las nochecitas de verano están ahí, al alcance de la mano. En el calentamiento, atrás de las tribunas, en los amplios espacios internos que suelen tener los estadios del interior, la emoción campea. Se siente una vibra especial ahí, entre esos muchachos, esos hombres, esos vecinos que se están aprontando como para jugarla final del mundo, aunque nunca sean la tapa del diario ni aparezcan en Pasión.
Todos, ellos y nosotros, los que estamos apenas separados por ese alambrado de cinco hilos, sentimos estar ante el momento deportivo de su vida. Y van porél, van por ella, y la adrenalina fluye y los muchachos, los hinchas-vecinos,los hinchas-primos, las hinchas-novias vocean de al lado, a menos de un metro de que se forme esa ronda de juramentación entre gritos.
Son horas en otra dimensión, donde los problemas y las soluciones del mundo, sus alegrías y sus miserias quedan encerrados en esos hombres que enfrentan el juego de la vida igual que lo hicieron sus antecesores, que no fueron otros que sus padres, sus abuelos, sus vecinos, que le dan de punta y pa afuera si son de Florida, que la juegan con paciencia y al toque si son de SanJosé y ahí está uno, viejo monaguillo de la religión albirroja, la que lleva a sus vecinos, a sus pisteros de estación, sus primos, sus compañeros de clase, sus plomeros, sus electricistas, vestidos por 90 minutos, que son las noches, un par de meses, o hasta quizás la efímera eternidad aldeana, en apóstoles del fútbol del pago, en héroes de la congregación de la pelota, en nuestros maestros de la pertenencia, en profesores de la adhesión a la causa.
Entonces entre perfume de glicinas cortado con linimento, siento como música iniciática, como el guacho que mira bien de al lado a la murga, como el primer beso, como aquel gol, las fusas y semifusas que marcan el compás de los tapones sobre el cemento mientras los para siempre inalcanzables cracks de mi pueblo, los que mañana volverán a ser verdulero, vidriero o repartidor, caminan por entre sus vecinos, haciendo sonar sus tapones, acomodando sus amisetas, arreglándose el jopo, o jugando con el algodón embebido en alcohol,rumbo al campo de nuestros sueños. Avísenle, avísennos, que eso es la gloria
